Hola, lectores y lectoras.
Vale.
Dije que iba a intentar escribir al menos un capítulo cada semana.
Pero la historia no me deja soltarla. Esta tarde la he cogido un rato, para ver qué tenía que contarme, y sin querer he escrito el segundo capítulo. La verdad es que Ricardo me tiene preocupado. Las cosas no le van nada bien, y como veréis en este segundo capítulo, no tienen pinta de mejorar. Al contrario, en este capítulo le sucede algo que marcará el resto de la historia.
No os cuento más, os dejo que la leáis.
Espero que haya alguien al otro lado que se haya decidido a leer la historia. Como os dije, agradeceré vuestros comentarios. Esto que escribo no tendría sentido si no estáis al otro lado para leerlo.
Si acabáis de llegar, tenéis el primer capítulo en un post anterior, no queráis empezar la casa por la ventana :-)
Espero que os guste.
Nos leemos.
CAPÍTULO
2
-Vaya.
¿Tanto se me nota? –bromeó con cierto deje de melancolía para sí mismo. Paseó
el cursor sobre el mensaje una y otra vez, como si éste fuese su mascota y lo
estuviese acariciando simplemente para relajarse, sin decidirse a pinchar sobre
él. Cuando volviese sobre ese momento, y en los próximos días lo haría una y
otra vez sin remedio, se sorprendería de que la sensación que ahora era incapaz
de reconocer era una especie de sexto sentido. Una alarma, quizás instaurada en
lo más profundo de la especie humana en el momento de su creación.
Una
alarma que gritaba con todas sus fuerzas para impedir que abriese el mensaje.
Detuvo
el cursor sobre la enigmática frase. Tu
sueño hecho realidad.
Ya.
Lo
malo es que, en ese preciso momento, no tenía nada claro cuál era su sueño.
Quería que volviese Claudia. Quería recuperar su vida perfecta. Quería… ¿Quería
escribir?
Sí.
Por encima de todas las cosas. Necesitaba sentir ese ansia por saber lo que le
quería contar la página en blanco. Quería desgranar sus ideas en palabras que
fuesen encajando una con otra hasta contar la historia perfecta. Hacía tanto
que no sentía esa sensación…
Soltó
el ratón y se echó hacia atrás sobre su perfecto sillón ergonómico. Otra de las
partes perfectas que acababan componiendo entre todas su vida imperfecta. Se
atusó el pelo y se levantó a mirar por la ventana. Fuera, la noche era
totalmente desapacible, y apenas unos pocos valientes se atrevían a moverse por
las calles. Había empezado a lloviznar, y un fuerte viento hacía que los
cristales de la ventana se moviesen de forma perfectamente perceptible hacia
dentro y hacia fuera, a merced de los caprichos de las corrientes de aire.
Extendió su mano izquierda y la apoyó contra el cristal. La vibración se
detuvo, pero sintió una clara bajada de la temperatura en torno a su brazo. El
vello se le erizó como queriendo confirmar que no eran imaginaciones suyas.
-Cristal
con doble aislamiento. Sí, claro –pensó. En la calle, un paraguas se volvió del
revés y le fue arrebatado a su dueño de un tirón por la fuerza del viento. El antiguo propietario del paraguas que ahora
pertenecía al Dios de los vientos, un muchacho joven, corrió tras él, pero el
paraguas, atrapado en un remolino, pareció querer reírse de él girando a su
alrededor, antes de salir disparado fuera del encuadre de imagen que le mostraba
la ventana. El muchacho corrió tras él, perdiéndose también de la escena.
Ricardo
volvió a sentarse en su perfecto sillón.
Tu sueño hecho realidad.
-Qué
demonios –pensó. Colocó de nuevo el cursor sobre el mensaje, y pulsó dos veces
sobre él. La ventana se extendió hasta ocupar toda la extensión de la pantalla.
Estaba preparado para una avalancha de palabrería acerca de la escritura
creativa, métodos, técnicas, y demás. Pero no para lo que se encontró. El
mensaje estaba totalmente en blanco, excepto un enlace, marcado en azul y
subrayado. Una ilegible e interminable sucesión de letras aparentemente sin
sentido.
-No
me lo puedo creer. A veces me sorprendo de lo gilipollas que puedo llegar a
ser. Punto hell. Ya.
Miró
a la esquina inferior derecha de la pantalla. El icono del programa antivirus
permanecía inalterable, cuidando sus archivos con cariño casi paternal. Aún no
le había avisado de ningún intento de acceder a su equipo, pero hubiera sido
capaz de apostar su vida a que si pinchaba en aquel enlace el antivirus se
pondría a disparar avisos totalmente desquiciado.
Dejó
el programa de correo abierto en un segundo plano y abrió el procesador de
textos. La maldita página en blanco se mostró ante él, desafiante. No se dejó
amilanar y empezó a escribir las ideas tal como le venían a la cabeza. No se
preocupó de buscar un título, ni siquiera un punto de partida desde el que
empezar a desarrollar la trama. Ya habían sido demasiadas las veces que había
caído en esas trampas en las semanas precedentes, y siempre acababan con él
yéndose a dormir sin haber sido capaz de escribir una sola línea.
Al
principio, las frases fluían con suavidad, e iban encajando unas con otras
relativamente bien. Pronto, la primera página estaba completa y la segunda se
mostró en la pantalla de forma automática, desafiándolo de nuevo con su
blancura. Colocó las yemas de los dedos sobre las teclas, e iba a continuar con
su monótona sinfonía silenciosa, cuando sonó el teléfono.
-Mierda
–dijo en voz baja, e intentó concentrarse en lo que tenía delante. Las palabras
que habían fluido con soltura hasta el momento, se convirtieron de repente en
aceite espeso. Luego se congelaron como un bloque de hielo seco y se
dispersaron como el humo que brota de él al mojarlo, fuera de su alcance.
-Joderjoderjoder...
–balbuceó con rabia. Miró la hora en la esquina inferior de la pantalla. Las
doce menos cuarto. Sabía que el único que lo llamaría a horas tan intempestivas
sólo podía ser su agente. Y con toda la razón del mundo. Llevaba semanas
evitándolo, sin contestar a sus llamadas ni a sus mensajes. Se alejó de la
pantalla en blanco, y comenzó a sentirse mejor conforme más distancia iba
poniendo entre él y aquella superficie plana que podía llevarlo al mayor de los
éxitos o sumirlo en el más espantoso de los fracasos. El reconocedor de llamadas
le confirmó lo que él ya sabía.
-
Enzo –dijo.
-¡Hombre!
¡Por fin! –dijo la voz al otro lado de la línea - ¿Sabes cuántas veces te he
llamado? Y lo que es peor… ¿sabes cuántas me ha llamado a mí la editorial?
-Lo
sé. Enzo, te pido mil perdones. He estado… un poco liado…
-Espero
que haya sido escribiendo. ¿Cómo va la cosa?
Dame algo que pueda contarle a la editorial, por favor.
Ricardo
se imaginó a Enzo gordo, sentado en su despacho, en la penumbra, fumando un
inmenso puro. Las hebras de humo se entrelazaban sobre él y se apartaban
formando remolinos al salir de su nariz. Todo un padrino de la mafia. La imagen
se difuminó al recordar cómo era realmente. Enzo, o mejor dicho, Lorenzo Rodríguez,
quien superaba con dificultad los sesenta kilos, y el humo de un cigarro lo haría
toser hasta volverse del revés. De hecho, Ricardo creía que no había conocido
en su vida a nadie tan sano.
-No
te preocupes. Todo va sobre ruedas – mintió.
-Perfecto.
No necesito oír nada más. ¿Podremos enseñarles algo en… digamos, una semana?
Ricardo
apoyó el puño contra la pared, y colocó la frente sobre él. Apretó los ojos con
fuerza.
-Claro,
sin problemas. Perdona, Enzo… me he levantado del ordenador para contestar… si
no te importa…
-¡Ni
media palabra más! ¡Sigue escribiendo, genio! ¡El tiempo es oro, y mientras más
oro tengas, más me tocará a mí! –bromeó – Hablamos de nuevo cuando tengas algo
en firme, ¿ok?
-Claro,
está hecho –respondió Ricardo. Conforme se iba retirando el auricular del oído,
escuchó a Enzo repetir:
-¡En
una semana!
Una
jodida semana. No había escrito nada aprovechable en seis meses, y ahora se
acababa de comprometer a tener todo encaminado en una semana. Se arrastró de
nuevo hacia el equipo y se sentó delante de él. Colocó las manos en el teclado,
e intentó recuperar el hilo de lo que estaba escribiendo antes de que sonara el
teléfono. Levantó los dedos, totalmente estirados. Los volvió a bajar sobre las
teclas. Los levantó de nuevo, como si hubiera sentido una descarga eléctrica.
-Mierda
–protestó. Miró hacia la hora. Las doce y cuarto. Decidió releer la primera página
para intentar retomar el hilo. Movió la barra de scroll de la pantalla hasta
llegar a la primera línea, y empezó a leer. Apenas un minuto después, tenía
claro que lo que había escrito era
-¡Una
auténtica mierda! ¡Joder! –gritó desesperado. De un manotazo, tiró al suelo
todo lo que tenía sobre su mesa de trabajo. El teclado inalámbrico se estrelló
contra el suelo con un sonoro crujido. El ratón sufrió la misma suerte, pero
además la tapa salió disparada y las pilas rodaron hasta detenerse en la parte
baja de las cortinas. Una lluvia de folios, la mayoría de ellos garabateados
con apuntes inservibles acerca de tramas imposibles e inútiles personajes
cayeron sobre los restos como extraños copos de nieve rectangulares de gran
tamaño.
El
azar determinó que con el impacto del manotazo sobre el ratón, el procesador de
textos pasara a un segundo plano. La pantalla, de nuevo, mostraba el extraño
enlace que había recibido por correo.
El
azar.
O
quizás algo más.
Ricardo
estaba encorvado sobre la silla. Los codos apoyados sobre las rodillas, y la
cabeza hundida entre las manos. El pelo caía a ambos lados de su cara, hacia
abajo, formando una especie de cortina protectora que lo aislaba de esa parte
del mundo que se había convertido en una prisión que ahogaba toda su
creatividad.
Desesperación.
Bloqueo.
No
podía sentir otra cosa.
Entonces
miró hacia la pantalla y dejó la mirada fija en el enlace. Suspiró, y se levantó.
Recupero las pilas, las colocó en su sitio en las entrañas del ratón inalámbrico
y colocó la tapa. Amontonó las hojas, y recuperó el teclado. Milagrosamente,
todo parecía seguir funcionando.
-Qué
demonios. No puede ir a peor –dijo, y pulsó el enlace.